Cougar 82

Un pie de casa de interés social, no estaba tan mal. Pequeña y limpia, unas cuantas malezas en el patio, pero nada de cuidado. Adrián pensaba en la suerte que habían tenido al encontrar un lugar así por un precio tan razonable. Mil quinientos pesos al mes por una casita acogedora; dos recamaras y un pequeño baño, brillante piso de cemento pulido. Sus padres le habían dicho que probablemente fuera un lugar frió en invierno y caluroso en verano, que cuando alguien daba un portazo se cimbraba toda la casa, que el barrio estaba lleno de cholos por todos lados. ¿Pero quien era él para cuestionar las bondades del ladrillo industrial? El lugar le gustaba y sanseacabó, él es el que iba a pagar después de todo y no sus padres. Imaginó las carnes asadas que haría en el patio con sus amigos en cuanto sacara las malezas. Ya le parecía un hogar. Un hogar para el, para Juliana, y para la niña que pronto iba a nacer.
Cuando recordaba lo que había sucedido en los últimos meses Adrián se asombraba de lo bien que todo le había resultado. Le dijo a sus padres “Juliana está embarazada”, con los dientes apretados y los hombros encogidos, como preparándose a recibir un golpe. Pero no fue tan grave ni por asomo. Por supuesto, no podemos negar que hubo escándalo en aquel momento, pero no pasó de unas cuantas horas de gritos, portazos, maldiciones y “quevashacercontuvida”, para luego dar paso a los sollozos, los abrazos, los mocos que se suenan y los “nosotrosteapoyamos”.
Al mes y medio, gracias a los esfuerzos diligentes de su madre ya tenían un frigobar, una lavadora, estufa, licuadora, cuna, colchón matrimonial y una mesa de lámina con el logotipo de cerveza Carta Blanca y cuatro sillas de lámina también.

Consiguió un trabajo de taxista y dejó la escuela en su segundo semestre. Hacer esto no significó mucho para él, no trajo consigo ningún dolor especial o amargura en la vida, después de todo nunca estuvo muy contento con lo que había decidido estudiar. Administración de empresas sonaba bien, confuso pero bien, apenas una abstracción en su mente. Una carrera que todos aceptaban y que nadie sabia de que trataba; el termino “carrera” como algo mágico, oscuro y poderoso, que si bien no abría puertas en el mundo le otorgaba un poco de sentido a la vida.
Compró al poco tiempo un Cougar 1982 que le rechinaba un poco la banda y cuyo motor crujía de manera temerosa en cuanto lo apagaba después de usarlo más de quince minutos. Por fuera se veía bien pero la tapicería era un desastre y los indicadores de velocidad, gasolina y aceite no funcionaban. “Ya lo arreglare en cuanto acabe de instalarme” pensó.

Y sin embargo, odiaba a Juliana. Odiaba su larga nariz, su piel lechosa, su voz nasal. Odiaba que fuera tan alta y delgada cómo él, tan torpe como él, tan drástica en sus cambios de humor como él. También odiaba a la madre de ella y el sentimiento era reciproco. El regalo de su suegra para el nuevo hogar había sido el dejarlos en paz, consideraba a Adrián un niño mimado y mujeriego, sin voluntad, incapaz de comprometerse con nada, y lo que a él más le molestaba era pensar que aquella mujer tuviera razón. Se consolaba pensando en que iba a cambiar, en que todo aquello debería de cambiar junto con él.

Pero no cambió. Seguía saliendo con otras mujeres y odiando a la suya. No comprendía que buscaba en aquellos cuerpos pero sabía muy bien de lo que intentaba alejarse. Juliana tenía ya siete meses y se volvía iracunda y caprichosa. Adrián trabajaba todo el día hasta las dos de la madrugada para no llegar a casa, entregaba el taxi en la estación y pagaba los trescientos pesos de la renta, subía a al Cougar que seguía exactamente igual que cuando lo compró y llamaba por teléfono a todos sus amigos si era fin de semana. Buscaba una fiesta en cualquier lugar y gastaba lo del día en cantidades industriales de alcohol mientras intentaba seducir a quien fuera. Por la noche se escuchaba el rechinido de la banda cuando el carro llegaba lentamente a la casa, como si el mismo entrara de puntillas a la habitación pero derribando todo a su paso. Juliana, despierta, suspiraba con amargura para que la oyera mientras el fingía no escucharla.

En una de esas fiestas conoció a Nidia. Era en el patio de una casa como la suya, pequeño y con bardas de dos metros de alto construidas con gris block de cemento. Había mucha gente que entraba y salía de la casa, él estaba recargado en la pared con un vaso de cerveza y un dolor de cabeza insoportable por haber trabajado todo el día desde las seis de la mañana, pero aun así se esforzaba en observar las mujeres que había en el lugar. Ella estaba en la pared de enfrente en un circulo de amigos, pasando un cigarrillo de marihuana a la persona que tenía a la derecha. Se acercó al circulo, aunque el nunca fumara, con la esperanza de hablarle. De cerca le agradó su cabello lacio y sus grandes ojos color miel, enrojecidos por la droga. Nidia se tambaleaba un poco y derramaba cerveza en su blusa pero hablaba con todos con la mayor naturalidad y seguía el hilo de todas las conversaciones, esa contradicción tan visible entre su cuerpo y su mente le fascinó a Adrián por completo. El hombre tenía buena conversación, así que la fue apartando poco a poco de aquel círculo mientras hablaban de bandas de rock y se burlaba de los que iban pasando para hacerla reír. Cerca de las cinco y media, cuando la fiesta terminaba, se ofreció a llevarla a su casa. Vivía en muy lejos, en Chihuahua 2000, a las afueras de la ciudad. La casa, situada en una oscura en una calle sin pavimentar, tenía la fachada sin pintar, la mitad de ella estaba sin terminar de construir. Ella lo besó con mucha candidez y largueza, más por agradecimiento que por atracción y le dio su número de teléfono. Él estaba encantado y ni siquiera intentó algo más, sólo sonrió bobamente mientras la veía caminar en zigzag hasta desaparecer tras la puerta.
Comenzó a amanecer mientras regresaba a su casa.

Salieron otras veces después. Iban a las fiestas de sus amigos en común, conversaban, bebían y se besaban largamente al final de la noche cuando iba a dejarla, aunque nada más. Se iban conociendo y mientras él iba sabiendo más cosas acerca de su vida, más le atraía su persona. Tenía 19 años pero aun estudiaba la preparatoria en una escuela del centro, se le había dificultado demasiado a mitad del tercer semestre por el excesivo consumo de drogas y había tenido que repetir varias veces. Su madre tenía un puesto de comida en la casa y su padre era profesor de artes plásticas en una universidad de Durango, se habían divorciado hace tiempo. El padre no mandaba dinero muy seguido. Si lo hacia era exclusivamente a Nidia, la casa la mantenían entre la mamá y el hermano, un muchacho delgado y de ojos expresivos como Nidia que trabajaba en un bar gay y solía prostituirse.
Todos estos detalles hechizaban a Adrián, como si entrara en un mundo desconocido para él. La ingenuidad natural con la que arrojaba las cosas –su esclavitud por las drogas, su hermano homosexual- le volvía loco. Le inspiraba compasión y ternura al grado que podía olvidarse de lo que él mismo tenía en casa. Por supuesto, él no hablaba mucho de su vida.

Ya era diciembre y Juliana casi a punto de dar a luz se paseaba lastimosamente por la casa, hinchada y despeinada, barriendo frenéticamente el piso pulido para acelerar unos días el parto, como le había prescrito su madre. Una visión que Adrián no soportaba en lo más mínimo. Le compró un teléfono celular para que la llamara en el momento en que los dolores empezaban y decidió largarse de la casa el mayor tiempo posible. Faltarían acaso unos días, no más de una semana. Adrián sólo pensaba en Nidia todo el tiempo y todo lo demás se volvía odioso con ese pensamiento: el trabajo, su hogar, las voces de sus padres y de su mujer. La sensación de que la vida era insabora e incolora le producía un asco difícil de explicar. Se sentía culpable, no con su mujer, sino con Nidia por ocultarle todas estas cosas.
Una noche, saliendo de un bar, decidió contarle todo. Iba conduciendo por una larga avenida mientras el intentaba confesarlo todo como si sólo fuera una platica, fingía la naturalidad que le había visto a ella tantas veces. Hablaba sin voltear a verla, con la vista muy puesta en el camino. Ella tampoco lo miraba.
Después de haberlo dicho todo sentía un peso ligero en el alma que más parecía elevarlo que hundirlo, se sentía tan libre aquella noche. En lugar de ir hacia la casa de Nidia dio la vuelta hacia el mirador, se estacionó por ahí, apagó el automóvil. Nidia continuaba sin decir nada, con la mandíbula apretada, y esa visión le hacia parecer más hermosa a los ojos de Adrián, como si en ese momento ella hubiera tendido un cerco que pedía desesperadamente ser rompió. Comenzó a besarla y ella respondió a sus besos. Afuera hacia frío y las luces de la ciudad parecían estrellas congeladas, el se encogía hacia el cuerpo de Nidia mientras le acariciaba las piernas. Sintió la humedad de ella a través del pantalón y ella dejó escapar un pequeño gemido. Pensó que la amaba, pensó en la imperiosa necesidad de decirlo, pero ella seguía callada, seguía tras aquel cerco que había tendido y el no podría romperlo con aquellas palabras que hubieran sonado vacías, más como un truco barato que cualquier otra cosa. Bajó hábilmente el asiento del copiloto para que ella quedara recostada y le desabrochó el pantalón. El motor comenzó a crujir como si se muriera de frío. Besaba sus pechos y la atraía hacia si desde las caderas, pero el motor no dejaba de crepitar. Era un sonido como de alguien que arruga papel celofán muy cerca del oído. Se volvió insoportable, cada vez más alto, y pensó por un segundo que el maldito motor iba a estallar. Se incorporo de nuevo en su asiento y golpeó el tablero con rabia. De pronto empezó a funcionar el indicador de gasolina.
De pront6o soltó una carcajada, se reía frenéticamente, con verdadera alegría y su aliento se congelaba en nubecitas igualmente alegres mientras lo hacia. ¡El puto indicador funcionaba! ¡Con un golpe! Se volvió para mostrárselo a Nidia pero al verla también se le congelo la risa en el rostro. No la había visto a la cara desde que llegaron al mirador. La tenía llena de lágrimas, no emitía ni un sollozo, no decía nada. Adrián se sintió pequeño y miserable. Encendió el auto para llevarla a casa.

Juliana despertó con los rechinidos del auto, los ojos muy abiertos en la oscuridad; se sentía fea, abandonada y cansada de muerte. Estaba harta de todo, pero ya no sabía que hacer. Adrián entró de puntillas, se acostó enseguida intentando no hacer ruido. Juliana suspiró amargamente, él fingió no escucharla.

Comentarios

loco_suicida dijo…
brutal

...........nada mas q decir
moria dijo…
Por las cosas que se arrelgan a golpes. Salud!
Mariana Orantes dijo…
Esteee, correcciones!! ehm y no te vayas a dar tus guayabazos.

Ya, ya, pues.

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