Prólogo a la leyenda dorada
El
compilador ha muerto, una flor roja crece entre sus costillas. Los días de los
hombres son todos iguales. Por ejemplo: en la guerra los primeros en morir son
los viejos, los niños y los inocentes. Por ejemplo: el amor es todo el mismo,
como que mana de una sola fuente, y los griegos nuestros padres sufrían como ahora sufrimos nosotros. Por ejemplo: el odio, la calumnia y la venganza, en todos
los pueblos conocen formas similares. La acedia carcome al de oriente y de
occidente, y el futuro y el pasado están atados al mismo dolor y contento. El
sol es el mismo sobre las cabezas de los hombres, dice la Palabra.
El
compilador ha muerto, deja este libro aun a sabiendas de la futilidad de todas
las cosas. Aquí transcurren ejemplos, espejos, dechados, pero también lo
injusto y la ofensa. Los hombrecillos se afanan
y se elevan para volver a caer.
El compilador sonríe: gracias a esta insignificancia es que somos
hermanos del mundo.
El
compilador busca la luz, se revuelca en su lecho, da bocanadas señalando la
ventana. Quiere decir unas palabras: que entre el sol, que la claridad inunde
los rincones de la historia, tiene el secreto de las cosas eternas, ha visto la
cara oculta de todos los objetos. Dinos qué hay más allá del umbral negro: sus
labios se mueven pero ningún sonido sale de su boca. El compilador ha muerto.
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