Frente a un retrato de Simone Weil

 

1

Una fotografía en blanco y negro. Es evidente que a Simone le queda grande el uniforme. El mono de mezclilla, recogido con fuerza en la cintura con lo que parece un tahalí de paracaidista.

 

Adoramos esa foto. Estará en mi sala cuando tenga sala, dices.

 

Simone es toda dulzura y torpeza. Nadie nunca imagina a los santos como seres torpes. San Francisco, quien era pequeño, sin duda era torpe.  Al ver a Simone uno piensa que le ajustaron un costal, un hábito, una saya para mortificar su dulzura. La dulzura que era más su carne que su propia carne.

 

Las mangas le cubren hasta los puños, y a la altura del pecho se observa el parche de la Confederación Nacional del Trabajo. Una carabina obsoleta cuelga de su hombro.

 

Simone aparece con sonrisa inocente y tras ella unos muchachos miran entretenidos. Si tuviese que correr con este uniforme, seguro resbalaría y daría contra el lodo. No duraría un día bajo fuego enemigo. El lunes 17 de agosto, en Pina de Ebro, anota en su diario que le han dado un fusil y se ha tendido “en pleno barro para disparar al aire”.

 

Sin embargo, no pisa nunca el campo de batalla. Ha metido sin querer el pie derecho en una olla de aceite hirviendo que se encontraba al ras del suelo, entre las brasas de una fogata oculta para no alertar posiciones a enemigos. Nunca se recuperó del todo de las quemaduras.

 

Una pacifista en medio de una guerra civil. La han dado de baja por sus heridas y ella regresa a París a contemplar el obsceno rumbo de la guerra. Miguel, un joven miliciano que se mostraba muy cercano, queda desde entonces taciturno. ¿Miguel habrá partido así al frente, a las bombas alemanas y la traición de los hermanos? ¿Llevaba en silencio algo parecido a esta fotografía en la cartera? Simone solía decir que Miguel era hermoso como un dios griego.

 

Ella carga para todas partes una edición de bolsillo de la Ilíada. A la primera provocación saca el librito, profusamente anotado con una letra que, de diminuta, parecen patas de araña. Conoce partes enteras de memoria y las pronuncia en griego antiguo. La voz delgada, un hilito tembloroso y exaltado. Simone conoce mejor que nadie a los dioses griegos.

 

Se ve contentísima, dices. Y sí. Un corazón que no cabe en el mundo. Esta torpe jovencita con la ropa grande y el andar descuidado, con los lentes de fondo de botella que reflejan el sol de España.


2

 

Preguntas si la próxima vez que nos veamos leeremos juntos a Simone Weil en la cama. Contesto que sí. Pero yo no sé qué pensaría ella de la imagen. En algunos de sus escritos parece que el solo hecho de extender la mano es mancillar el mundo. Tocar es modificar, “lo bello es lo que no cabe querer cambiar; dominar es manchar; poseer es manchar”.

 

Es curioso que hasta hoy día nadie la ha llamado pesimista. Tiene los labios de alguien pesimista.

 

Miro su boca, carnosa, sensual, la mueca congelada en el rostro. Es la boca de un aristócrata decadente.

 

La boca de quien ha visto y ha probado todos los placeres y ha encontrado en ellos tan solo la melancolía de la carne.

 

Allá va la muchacha que cantaba en España que desde el hondo crisol de la Patria se levanta el clamor popular. Allá va, pero no cree. Allá va buscando a Dios con su sonrisa a lo Des Eissentes.

 

Como un aristócrata, se ha negado a definir la belleza: en su Ilíada, también medita sobre la fuerza y el abajamiento.

 

Ternura y temor. Desde Camus a Elliot se ha insistido tanto en su santidad y, sin embargo, ella decide abandonar el barco por la conclusión de que su hechura es hundirse. Pero el barco debe existir ha dicho, porque es mejor a que no exista. No hay mayor esperanza que Dios y él es alejamiento, él es la no esperanza, él es carne miserable más carne que la carne humana.

 

¿Debo creer que ella logró apagar todo deseo hasta la consunción tísica? En verdad, excepto por Dios, ¿no tiene su amargura más aires de Hobbes que de Asís?

 

Tal vez por eso verla sonreír se convierte en un acto tan extraño. Ella, que ha negado la vida. Ella recibe el sol cálido, el viento suave, la caricia del mundo y es sostenida (providencial y contingentemente sostenida) en esta eterna sonrisa que le contradice, frívola y sin sufrimiento, simple y sin santidad alguna. Esta sonrisa de muchacha y de colegios.


3                    

 

Cuando vivas en un departamento bonito vas a tener una pared con máscaras y títeres y marionetas y un teatrino. Un teatrino que parezca carpa de circo, has dicho.

 

Simone nos mira y su mirada no es la del siglo. A pesar de la guerra y el hambre, a pesar de Dios y de la tuberculosis, sí es que todas las cosas no son la misma cosa. Su mirada no es la del siglo.

 

En el teatrino habrá flores disecadas. Todo será en forma de circo hecho con retazos de tela. Pintarás paisajes para usarlos de fondo. Pequeños bosques hechos con ramas. Un pino alto y una tormenta de nieve.

 

Un desierto. Una playa. En la autobiografía, Simone cuenta que se encontró una noche a solas en la playa, escuchando los cantos que entonaban las mujeres de los pescadores, en procesión entre las barcas: la desdicha de los otros entró en mi carne. Allí encontró la religión de los esclavos. Imposible conocer el estado avanzado de su anemia. De su hambre por la gracia.

 

Cuando es trasladada por fin al hospital y contempla su habitación, dos camas y una ventana abierta hacía un prado lleno de árboles, musita: un hermoso lugar para morir.  Los periódicos informarán poco después del curioso sacrificio de una profesora francesa.

 

Lo demás es indigno a este retrato. El sacerdote de una religión que aún no profesaba perdió el tren y no llegó a tiempo a las exequias. Se depositó sobre la tumba un ramo de flores, atadas con un listón de la bandera de Francia.

 

Haremos también una cama en el teatrino, haremos un campo solitario, haremos una fila de diminutas barcas y diminutas antorchas en una noche de bolsillo.

 

La guerra, el hambre, el siglo, y una muchacha dulce y torpe que recibe la caricia del sol de España.


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