Luna de Día




Luna de día


A dónde vas,

de tapadillo,

huérfana de espejos y lentejuelas.

Juan Manuel Serrat


Omar corrió en dirección a la puerta de la casa y de dos pasos gigantescos salvó todo el trecho del pasillo, tomando apenas por un pelo la mochila colgada en el recibidor con la mano que no sostenía el sándwich de mantequilla y mermelada que le había preparado su mamá. La claridad del sol en el porche le hizo detener su carrera y entrecerrar los ojos. “Parece que aun sigo algo dormido”, pensó. Omar se había desvelado buena parte de la noche, fascinado mirando las estrellas. Apenas ayer le habían regalado un telescopio.

A su papá lo habían liquidado dos días atrás en el cine donde trabajaba como proyectista. Ese día fue algo extraño, cuando su papá llego a casa, él y la mamá de Omar se encerraron en la habitación de arriba. Omar recuerda haber escuchado suspiros y como sollozos a través de la puerta (una mala costumbre la de espiar, decía su hermana mayor), pero al día siguiente parecía todo normal mientras desayunaban a la mesa, normal excepto porque su padre se quedó en casa y se ofreció a hacer las compras del mandado. Cuando volvió de las compras resultó que había comprado regalos para todos: a mamá un collar finísimo de oro, a su hermana un teléfono celular que todas sus amigas envidiaban y a Omar le trajo un telescopio. ¡Un telescopio! Omar hubiera preferido un videojuego, o un teléfono cómo el de su hermana, pero aun así estaba bastante sorprendido. Era de un color gris plateado y parecía un rayo desintegrador del espacio exterior, con el ocular que le sobresalía y aquel trípode que lo acompañaba, como para apuntar mejor al enemigo. Nunca había visto uno de cerca en su vida, sólo los de la televisión, que eran mucho, muchísimo más grandes, y en los libros de historia de la primaria, cuando hablaban de un señor Galileo, que hace 400 años se había construido uno el mismo; pero ese telescopio del libro de texto recordaba más a los catalejos que usaban los piratas en las películas. Era un regalo caro, y Omar lo apreció más porqué sabía que no podían gastar aquel dinero. Mamá y papá se volvieron a encerrar en el cuarto de arriba y está vez aunque no pegó su oído a la puerta, pudo escuchar gritos de su madre y de nuevo, como ahogados, sollozos y suspiros.

Ya en la noche, cuando parecía que todos se habían dormido, Omar en su cuarto descubrió que el asunto del telescopio era bastante complicado. No lograba ver nada y no sabía como montarlo. En ese momento su papá entró abriendo despacito la puerta del cuarto. Tampoco podía dormir.

No es tan caro como tu madre cree –dijo el papá mientras abría la puerta. –¿Sabes lo que es, como se llama?

Por supuesto, es un telescopio –la pregunta casi era ofensiva. Omar no se consideraba ningún tonto.

No, no –el papá pareció darse cuenta de su error –me refiero a su nombre específico. Por supuesto que es un telescopio, pero este es un newtoniano.

¿Newtoniano?

En honor a Isaac Newton, quien lo inventó. Un telescopio reflector. Veras, es diferente a otros porque utiliza espejos en lugar de lentes para tomar la luz y formar las imágenes. No ves con aumento hacia el cielo, como si usaras los lentes de tu mamá, sino un reflejo aumentado. Como la casa de los espejos en un parque diversiones, aunque claro, con todas las diferencias que implica. Mi abuelo, es decir, tu bisabuelo, en paz descanse, me enseñó todas estas cosas. Él estaba chiflado por los telescopios y solía llevarme a algún claro del bosque cuando nos quedábamos en su casa para ver las estrellas. Lo hacia conmigo, su nieto, porque mi padre nunca tuvo tiempo para esas cosas. Él era un hombre diferente y solo se ocupaba en trabajar para sostener a su familia. De cierto modo era un buen hombre, pero muy poco accesible, en nada se parecía a tu bisabuelo; mi padre no tenía paciencia para aquellas cosas. Porqué, veras, Omar, este es un asunto de paciencia. Te voy a enseñar. Es como cazar un tigre, decía mi abuelo.

¿Un tigre? –A Omar la idea le pareció demasiado complicada.

Si, como un tigre. Solo que en lugar de tigres, cazas lunas, planetas, estrellas. –Sin parar de hablar, el papá de Omar comenzó a montar el telescopio –Piensa en el infinito, el cielo, como una selva. Hay que dividirla, conocerla. Y luego hay que apuntar tu rifle, en este caso, tu telescopio, y esperar. Mira, mira esto.

Omar miró por el ocular del telescopio y observó. En su campo de visón, tímida y lenta, la luna comenzaba asomarse. No era como en las caricaturas, cuando el marciano mira por el telescopio y puede ver a una persona caminando por la tierra. Era algo diferente, más bello por ser real. Era una luna blanca, grande, llena de cráteres, erosionada por los millones de años de su historia, como una joya preciosa que nadie puede poseer. Nunca la había visto tan bella, y un pensamiento le atravesó por la mente. Pensó que si seguía ahí, con un ojo cerrado y el otro mirando a través, y si extendía el brazo lo más que pudiera, y si extendía las puntas de los dedos lo más que pudiera, con un máximo esfuerzo, con un poco de suerte, podría tocar la luna, sentirla entre sus dedos. Pero no lo hizo, sólo se quedó mirando, sorprendido.

Es como magia –murmuró quedo, para que su papá no lo escuchara. Pero no era magia.


Pero ahora se le había hecho tarde por más que corrió y corrió. Desvelado, distraído, con un sándwich medio aplastado en la mochila, la prefecta no lo dejó entrar a la primera hora. Se sentía derrotado. Tenía problemas con la puntualidad desde que entró a la secundaria, le costaba trabajo acostumbrarse a ir solo hasta la escuela, incluso a pesar de que se encontraba a pocas cuadras de la casa.

Se sentó a comerse su sándwich, pensativo, repasando todo lo que había sucedido en esos días. No sabia que sucedía con sus padres, pero Omar no era un bebé ni un tonto, se daba cuenta que la situación podía empeorar.

Tienes mermelada en la barbilla –le dijo una voz que lo saco de sus meditaciones sorprendiéndolo. Era Silvia, su compañera de clase. Silvia era una niña que a Omar le parecía encantadora, de hecho, le gustaba, pero se cuidaba bien de no decírselo a ninguno de sus amigos pues no quería ser blanco de bromitas del tipo de: “Omar tiene novia, Omar tiene novia”. Aunque es probable que sus precauciones fueran en vano y que mucha gente lo sospechara ya; y es que Omar, cuando Silvia aparecía, solo atinaba a quedarse mudo y boquiabierto. Tiempo después recordaría que el episodio de la mermelada en la barbilla no fue precisamente uno de sus mejores momentos.

¿Qué, qué? –alcanzó a balbucear Omar mientras se limpiaba la cara con la manga del uniforme.

Así que también llegaste tarde. ¿Cuál es tu pretexto? –preguntó Silvia, viendo que, como siempre, a Omar le iba a costar trabajo seguirle la conversación. De hecho, pensaba que Omar era un poco retrasado, o cuando menos, inusualmente lento a la hora de pensar. No era que le desagradara, pero a veces se sentía nerviosa cuando hablaba con él y se daba cuenta de su mirada vacía y medio alelada. Por supuesto, Silvia ni siquiera sospechaba la verdadera razón de todo aquello.

Uh… me dormí muy tarde –contestó él, tartamudeando. –Mí papá me regaló un telescopio y estuve aprendiendo a usarlo toda la noche.

¿Un telescopio, de verdad?

Si. Se llama newtoniano… uhm, por Isaac Newton.

Pero justo entonces, Omar temió estar aburriendo a Silvia (su peor temor era resultarle aburrido a Silvia), así que decidió cambiar el tema por algo que, evidentemente, debió haber hecho antes por cortesía. Así que tomando aire como si se fuera a lanzar desde un avión en un paracaídas, luchando contra sus propios nervios, preguntó:

¿Y tu porqué llegaste tarde? –No era una pregunta del otro mundo, pero a Omar le había costado un trabajo increíble; habría que recordar que aun no se recuperaba de la vergüenza de la mermelada en la barbilla.

¿Yo? Ahm… no lo sé. Supongo que me distraje en el camino. ¡Me gusta tanto como se ven las cosas por la mañana! Me distraigo muy fácilmente. ¿Has notado como en la mañana la luz es más clara que el resto del día, o como se ven las cosas a tu alrededor, como si fueran azules, o grises? Parece como si lavaran la ciudad por la noche y por eso se ven tan claras las cosas por la mañana.

A Omar todo eso le pareció muy raro (empezando por el hecho de que no le importara llegar tarde a la escuela), pero era exactamente lo mismo que le gustaba de Silvia. Ella se daba cuenta de cosas que otras personas no se daban cuenta. Era rara, definitivamente. Todos sus amigos decían lo mismo de ella, que era rara, y él estaba de acuerdo, pero aquello no le desagradaba sino todo lo contrario. Le encantaba.

Hay días como hoy –continuó ella, sin hacer caso de la cara de embobado de Omar, –hay días como hoy en los que, incluso, puedes mirar la luna. Y se ve blanca y translúcida, como un fantasma, o como si la hubieran sacado de una lavadora.

¿La luna? –preguntó Omar sorprendido, eso era justo lo que mas le interesaba últimamente. –¿La luna de día? No lo creo Silvia…

Velo tu mismo –dijo ella, apuntando un dedo hacia el cielo.

Omar volteó hacia arriba, y allí, en lo alto, casi transparente, había una luna carcomida, confundiéndose con el color de las nubes en el cielo.

¿Un telescopio, dices? Nunca he visto un telescopio de verdad –dijo Silvia. Pero Omar estaba tan sorprendido que ya no escuchaba lo que le decían.


Una luna de día, pensaba Omar, mientras salía del colegio. ¡Qué extraño ver una luna de día! Eso no tenía pies ni cabeza, hubiera sido tan raro como ver un sol de noche. Aunque, claro, si hubiera sol de noche ya no sería de noche. Como en el polo norte, se dijo recordando lo que había visto en la televisión. Una película de unos vampiros que van a comerse gente al polo norte porque ahí la noche dura seis meses y el día otros seis. Ahora que lo pensaba, no parecía muy probable que hubiera gente que comerse en el polo norte, pero lo de la noche y los días parecía de verdad. A esas alturas del día, Omar se había preguntado tantas cosas que incluso había empezado a dudar de lo que era aparentemente normal. Después de todo había noches en las que la misma luna desaparecía por completo del firmamento. Una luna de día, se dijo de nuevo, ¿y por qué una luna de noche? Bien podríamos ni siquiera tener luna.


Cuando llegó a su casa se encerró en lo que su papá llamaba “su estudio”. El “estudio” era en realidad un cuartito pequeño que había quedado sin acondicionar cuando se mudaron de casa, algunos años atrás. Había una mesa de madera llena de papeles, principalmente facturas y cuentas, y una caja de metal llena de cables y tronillos, grasienta de aceite para máquina y que siguiendo la misma lógica del “estudio” el papá de Omar llamaba “su caja de herramientas”. Pero también tenía ahí su padre algunos libros, arrugados por la humedad y falta de uso. Omar se extrañó que a aquellas cajas en el suelo no les llamaran “la biblioteca”, era lo único que faltaba.

Un día, mientras jugaba a las escondidas con su hermana, juzgando que ese era el lugar ideal para esconderse, y como su hermana tardaba mucho en encontrarlo (en realidad todo era una trampa de ella para deshacerse de su molesto hermanito menor, y en ese momento hablaba por teléfono con una amiga de la preparatoria, sin preocuparse en lo más mínimo del paradero de Omar), él había esculcado minuciosamente todos los tesoros de su padre. Encontró algunos cables que durante los siguientes meses fueron su juguete favorito, unos diminutos focos que no logró adivinar para que servían en realidad y una voluminosa enciclopedia en diez tomos, que olía peor que el perro de la vecina, el que siempre andaba metiéndose en los charcos y debajo de los automóviles y tenia una rara fascinación por los aspersores de agua. La enciclopedia la dejó de lado, pero en la memoria de Omar aun quedaba una imagen de uno de los tomos abiertos al azar: la de una ilustración que representaba el sistema solar, y otra más, la de la luna, una luna repetida muchas veces, sólo que diferente cada vez, una luna que comenzaba a sombrearse, como si algún gigantesco monstruo espacial le fuera dando de mordidas y después iluminándose de nuevo hasta volver a ser el brillante disco de plata de siempre.

Hacia ahí se dirigió de nuevo, aunque no pudo evitar echar un vistazo furtivo a los diminutos focos que había regados en la caja de herramientas de la vez anterior, ya había pensado que serian buenas granadas de mano para su muñeco de MaxSteel. Ahora puso más atención a la lámina, leyó todo sobre las fases de la luna, estaba más que dispuesto a descifrar el misterio de la luna de día. Ya imaginaba el rostro impresionado de Silvia cuando al día siguiente le contara el verdadero motivo de esa luna desvelada. Esto fue parte de lo que Omar vio:

Como se sabe la luna presenta diferentes fases. Cuando se encuentra entre la Tierra y el Sol, no la veremos ya que nos presenta su hemisferio en sombra; es la "luna nueva" o "novilunío". A partir de ahí, ofrece una fina hoz, vuelta hacia el Sol, que va ganando anchura, hasta que, aproximadamente a la semana, tiene lugar "cuarto creciente", donde muestra medio disco iluminado. Esta claridad va creciendo con los días hasta alcanzar el grado de “gibosa creciente”, y transcurrido el mismo periodo de tiempo desde el cuarto (7 días y 6 horas), habrá alcanzado el "Plenilunío" o "Luna llena". Luego su parte iluminada se va restringiendo, quedándose, al cabo de otra semana, en la mitad. Es el momento del "cuarto menguante", antes de volver otra vez al novilunío. El "mes lunar" o "lunación" dura 29 días y 12 horas.


Aprendió, lo mejor que pudo (había palabras realmente raras en esa lamina), todo lo que logró entender sobre las fases de la luna. Resulta que la luna no brilla por si misma, o eso parecía. La luna es en realidad como un gran espejo que refleja la luz del sol. La razón por la que parece que va desapareciendo es por su posición respecto a la tierra y los rayos de la luz del sol. Omar probó incluso con el foco del estudio, poniendo una mano en la trayectoria de la luz para simular la luna y otra mano debajo de ella para simular la tierra. Entendió que cuando la luz pegaba en su dorso alguien que mirara desde la tierra (es decir, su otra mano) no podría ver la luna, pues en lugar de reflejar la luz del sol en realidad la tapaba, o mejor dicho, la reflejaba hacia un lugar que no era la tierra. Pero si la mano quedaba del otro lado de la tierra, es decir, de la otra mano, entonces se veía iluminada y lo que provocaba sombra era la tierra. Todo este tiempo, pensó, he creído que es la luna la que se esconde, pero en realidad es sólo que nosotros no podemos verla.

Pero de la luna a pleno día no había nada en esa enciclopedia. “Tal vez, se dijo a si mismo, tal vez me tocó ver algo muy raro, o a lo mejor me estoy quedando loco. La maestra no dijo nada de la luna de hoy, sólo Silvia y yo lo notamos. Si fuera tan común que eso pasara entonces estaría en todas las enciclopedias”.


Durante la cena estuvo pensativo, jugando con la comida sin prestar atención a lo que ocurría a su alrededor, dándole vueltas con el tenedor a una albóndiga. “La lámina no lo indica porque es extraño e inusual”, pensó. “O la lámina lo dice, pero yo no puedo entenderlo. La verdad es que algunas de las palabras ahí impresas no parecen tener sentido. ¿Qué es una gibosa, por ejemplo?” Por el dibujo Omar sabia que una gibosa era algo más grande que lo que llamaban “cuarto”. Pero le hubiera gustado saber que significaba en si la palabra. “Gibosa, más bien suena como el nombre de un sapo que como una fase de la luna. Además, resulta que los cuartos de la luna, menguante y creciente, en realidad parecen mitades y no cuartos. ¿A santos de qué ponerles el nombre de cuarto?”

Si alguien podría saber todo eso, se dijo Omar, ese era su papá. Después de todo, ¿no le había enseñado a usar el telescopio, a esperar pacientemente a que la luna atravesara su campo de visión? Omar se alegró pensando que por fin había encontrado a alguien que supiera la respuesta, ya no las palabras sin sentido de la lámina, sino el misterio increíble de la luna de día.

Pero algo muy extraño sucedió esa noche. Algo que Omar no recordaba que hubiera pasado nunca: su papá no llegó a dormir.

Por la mente de Omar pasaron mil y un cosas terribles, en su imaginación ya veía el cuerpo postrado de su padre en la carretera, entre los retorcidos restos del Volkswagen color cereza que habían comprado hacia años. Aun recordaba el día en que trajeron el automóvil, después de lo que según su padre “había sido una ganga”. ¿Quién iba a pensar que aquella ganga iba a terminar convirtiéndose en un ataúd rodante? No, el destino no podía ser tan cruel e irónico. Tal vez, simplemente, ahora se encuentre en la cárcel. En la cárcel debido a algún accidente sin sentido, una falsa acusación. ¿Y si hubiera tenido la mala suerte de ir pasando cerca de un banco durante el momento en que se llevaba a cabo un asalto? Veinte años a la sombra, mínimo, se dijo, imitando el lenguaje de los policías en la televisión. Veinte años en chirona. ¡Pero si era inocente!

Sin embargo su mamá pareció no tomar muy en serio las teorías expuestas por Omar. Se limito a mirarlo con una expresión de sorprendente serenidad en el rostro:

Tu padre anda con sus amigotes. No te preocupes por él… cuando menos no te preocupes hasta que llegue. Porque cuando llegue lo voy a matar yo misma. –Esto último lo decía agitando el puño en un gesto retorcido, frente al rostro de Omar como si él tuviera la culpa. Omar, aun así, decidió no descartar del todo algunas de sus hipótesis. Cuando menos el rapto a manos de seres extraterrestres le parecía bastante factible.


Al día siguiente, ya en clase, lo único en que podía pensar era en esquivar la mirada de Silvia. Se había imaginado ese día de una manera muy distinta y en su fantasía el quedaba como un campeón ante los ojos de la muchacha mientras, fluidamente, sin tartamudear, le explicaba haciendo señales con las manos (imaginaba que estos gestos le darían un aire más interesante) todos los misterios del espacio y de aquella luna que tan poderosamente había llamado su atención en la mañana. Pero ahora Omar sólo atinaba a sentirse fatigado, triste y confundido. Llevaba dos días desvelándose y lo que le había pasado a su padre, fuera lo que fuera, le hacia sentirse profundamente incomodo. Así que no averiguó nada con su enciclopedia (o cuando menos eso creía) y su plan para conquistar a la niña que le gustaba mediante el asombro era un completo fracaso.


Durante el receso, a media mañana, por más que hizo Omar para ocultarse, comiéndose su sándwich detrás del taller de electrónica, donde nunca se asomaba ninguna persona, Silvia se le apareció de pronto con el rostro agitado y colorado, como si hubiera estado corriendo por toda la escuela.

–Te he estado buscando por todos lados ¿qué haces aquí?

Omar, como de costumbre ante su aparición, se quedó atónito y no pudo decir nada. Los encuentros con Silvia casi siempre eran monólogos, platicas en donde ella lo sorprendía con un tropel de palabras y él sólo se dedicaba a observar calladamente. Ella hablaba y hablaba, y a veces era como un ciclón.

Silvia, acostumbrada a la mudez de Omar no hizo caso a su expresión:

–Bueno ¿te estabas escondiendo de alguien? Que bueno que te encontré yo, de todas maneras. Venia a decirte que pedí permiso para ir a tu casa en la tarde.

–¿A… a mi casa? –preguntó Omar sin entender que había pasado o de qué se había perdido. ¿Desde cuando somos tan amigos, pensó, como para que ella vaya a mi casa?

–Pues si, tonto, a tu casa. Ayer te había dicho que me enseñaras el telescopio y tú prometiste llevarme a verlo. ¿O es que acaso ya no lo recuerdas?

Claro, el día anterior estaba tan distraído que había olvidado por completo el comentario de Silvia. Y sin embargo, el no recordaba en lo absoluto haber prometido que llevaría a Silvia a su casa. Como sea, ya no era momento para esas consideraciones. Tal vez lo de la luna no había salido muy bien, pero después de todo, Silvia quería acompañarlo a su casa y eso era lo único que ahora importaba. ¿Qué dirían sus amigos si se enteraran? Bah, tampoco eso importaba. Ahora tenia por fin una oportunidad y nada podía salir mal, ¿o si?

–Si, si. Claro que lo recuerdo. Que bueno que te han dado permiso, si quieres podemos comer en mi casa. Mi mama tiene la mala costumbre de que siempre hace mucha comida.

–Me encanta comer en casas ajenas. Mi madre dice que se lo heredé a mi abuela.

Otro comentario sin aparente sentido. A Omar le encantaban esa clase de cosas, le fascinaban… le hacían sentir definitivamente raro…un vació en el estomago y una taquicardia de locura. Si… nada podía salir mal.

–Nos vemos entonces a la salida –dijo ella antes de salir corriendo –por cierto, tienes mermelada sobre toda la camisa.

Sólo una cosa le sorprendió más que aquel olvidado y afortunado compromiso, y eso era lo que le esperaba a llegar a casa. Aunque a la salida de la escuela estaba que no cabía en si de contento, no podía dejar de pensar en lo que le esperaría. Recordó que en la mañana aun no había llegado su padre y tenia también muy presente el mal humor que le había demostrado su madre. Y aun sin esos agravantes estaba el pequeño problema, y en realidad el que más le preocupaba de todos, el pequeñísimo hecho de que… ¡se moría de vergüenza! ¿Qué iba a decir su mamá cuando llegara con una amiga de la escuela? Peor aun, su hermana. Dios santo, si a su hermana se le ocurría abrir la bocota durante la comida. Podía ser tan molesta cuando se lo proponía, tratándolo como a un niño chiquito y eso que en realidad era solamente cuatro años mayor.

Pero en la casa todo fue muy bien, de hecho: “sospechosamente bien”. Su mamá al verlos los recibió con una sonrisa sospechosa, como si él llevara amigas a la casa todos los días y fuera de lo más natural. Su hermana se quedó sospechosamente callada durante todo el tiempo que esperaron a que sirvieran la comida. Su papá había llegado por la mañana, pero estaba en la habitación de arriba, durmiendo. Omar pensó en un millón de excusas para decirle a Silvia más tarde sobre porque su papa aun dormía pasadas las dos. Pero Silvia nunca preguntó nada y a Omar se le olvidó por completo de lo nervioso que estaba. Estaba muy tenso y a la defensiva, pero no parecía darse cuenta. Esa sonrisita de su hermana no parecía de buen augurio.

–Entonces, ¿van al mismo grupo? –preguntó la hermana. Omar casi se atraganta con un nugget de pollo. Aquí venia, claro, tenia que echarlo a perder.

–Si, en el B, mi mamá dice que es el b de los burros, pero lo dice en broma –contestó Silvia en una de sus clásicas respuestas.

Lo mismo decía mi padre, el abuelo de Omar, cuando yo iba en la secundaria. Yo le respondía que el grupo A no era mejor, y que A quería decir de los asnos.

Dios santo”, pensó Omar, “esto me va a matar de los nervios”, y se pasó el nugget a medio masticar por la garganta, como si le hubieran estado apretando el cuello mucho tiempo y por fin pudiera respirar y comer tranquilamente.


No quiero asustarte, pero no se ve absolutamente nada –dijo Silvia, agachada sobre el ocular y moviéndose a los lados como si fuera su mala posición la que impidiera la vista.

–¿No tiene puesto el tapón? –preguntó Omar, más para si mismo que otra cosa. Se asomó a la punta del telescopio y no, todo estaba bien. ¿Qué seria lo que pasaba? Su telescopio se había descompuesto… y justo ahora. ¡Diantres!

–Omar, no vas a lograr ver nada de día. –La voz que esto decía pertenecía a su padre. Entrando por la puerta, despeinado y con una cara de haber dormido un montón, traía un plato de cereal en la mano y hablaba al masticar. Algunas veces como esta, cuando no estaba lleno de preocupaciones, cansado, cuando no se miraba la más que usual melancolía en su rostro desde que entró a trabajar de proyectista en el cine, veces como ahora, podía parecer un duende o un diablillo. Alguien muchísimo más joven y fuerte, entusiasta. En ese momento Omar supo que su padre iba a estar bien y que su familia iba a salir adelante. ¿Cómo lo supo? Un sentimiento, confianza, tal vez, en la bondad de los hombres. Pero tenia que ver con todo lo que había ido sucediendo, con Silvia ahí a su lado, con su madre y su hermana y el intenso cariño que todos sentían entre si. A lo mejor se engañaba y eso sólo el tiempo lo diría, pero lo cierto es que ese era su sentir en aquel momento. Su sentir humano, confidencial.

–Si tu telescopio no fuera un newtoniano, sino un refractor tal vez. No es lo mismo mirar con aumento hacia el infinito que un reflejo aumentado. La luz del sol no te va a dejar ver nada allá a lo lejos. A causa del vapor de agua y los aerosoles la luz del sol se dispersa, produciéndose el color azul del cielo… en otras palabras, es como si tuvieras una cortina azul tapando el universo.

¿Pero las estrellas siguen ahí? –Preguntó Silvia. Una pregunta en apariencia muy tonta, pero cuando Omar lo pensó más tarde, cargada de significado.

–Claro, pero no las vemos.

–Entonces el problema del día y la noche, todo eso es algo estrictamente terrestre. –dijo Silvia con emoción profunda en los ojos, como iluminados, y entonces Omar comprendió de lo que Silvia se había dado cuenta.

–¡Silvia! –dijo atrabancadamente, casi gritando. –¡La luna de día!

–¿Luna de día? –preguntó el papá de Omar

–Si podemos ver la luna de día, como anteayer, es por su posición respecto a la tierra. El día o la noche no tienen nada que ver –Omar, de la emoción, comenzó a explicarle a Silvia todo lo que había visto de las fases de la luna en la lámina de la enciclopedia. El caso es que su papá se escabulló tan sigilosamente como había entrado mientras el hablaba hasta por los codos. ¡Y de verdad que hablaba! Parecía un huracán. Fluidamente, sin tartamudear, no se daba cuenta de lo bien que lo hacia. Incluso repitió con las manos la simulación de la tierra y la luna, y algo de duenderil o diablillo, como a su padre, se le podía ver en los ojos. Silvia pensaba que algún extraño cambio se había operado en él. Y es que, realmente, ya no parecía un tonto, o cuando menos ya no hablaba cómo tal. El descubrimiento de una verdad por si mismo, la emoción de una deducción posible, habían trastocado la timidez usual de Omar en su afán de compartir.

Platicaron hasta entrada la tarde y aunque siguieron sin poder ver nada en el cielo, cuando pasaron a recoger a Silvia, ella no quiso marcharse hasta que Omar le prometiera que la invitaría otra vez a su casa. Esta vez a cenar, claro está, para poder utilizar el telescopio. Algo de la emoción por la luna de él se le había pasado a ella en esa tarde. Quería ver la luna, grande y de plata, por si misma, como Omar se la contaba.

Salió toda la familia a despedirla al porche de la casa mientras sus padres la esperaban en el automóvil andando. Comenzaba a oscurecer y Omar pensó con un poquito de tristeza que si ella se quedaba un ratito más podrían haber visto juntos las estrellas ese mismo día.

–Me encanta cenar en casas ajenas –comenzó Silvia –Mi madre dice que se lo heredé a una tía lejana, le decían doña Gertrudis… –pero en eso Silvia, como si recordara algo muy importante, se puso completamente colorada, y sin saber nadie como sucedió, ni cuando, le dio un beso en la mejilla a Omar con los ojos cerrados. Un beso tronadísimo hay que decir, y los colores de la cara de ella se pasaron a la de él. Sin decir ni una palabra más salió corriendo al automóvil, despidiéndose de todos mientras hacia grandes aspavientos con la mano.

–¿Nunca te vas a lavar esa mejilla, eh? –dijo su hermana en son de burla, dándole un codazo.

Arriba en el cielo comenzaron a brillar unas pocas de estrellas. Omar se fue a su cuarto a mirar por el telescopio y sintió que allá afuera, en el infinito, habitaban muchas de nuestras esperanzas terrenas. Y esa magia que no era magia, la que sintió la primera vez que observó la luna asomar por el telescopio, si tenía cuando menos mucho de mágico. Esa magia era descubrir, y más que descubrir era compartir. Y era algo al alcance de todos, algo que no requería de un telescopio carísimo, sino de una voluntad de saber, un hambre de conocer.

Y lo cierto es que, cuando menos por una semana hasta que su mamá prácticamente lo obligó a limpiarla, esa mejilla no conoció ni el agua ni el jabón.


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